Addie
Hubiera sido simplemente tan fácil abrir la puerta aquella noche. La velocidad del automóvil, la falta de la luz del día, miles de autos en movimiento. Iban en el asiento de atrás, así que sí, habría sido tan simplemente fácil. Pero no contaba con algo ese mismo día: el temor de Dios. Nunca llegará a saber qué tanto le afectó aquella decisión, aquel miedo y mucho menos aquella predisposición a la culpa de dejar que los demonios internos se apoderaran de él y enfermaran su presente; peor aún: su futuro.
Nadie esperaba que hiciera algo semejante. A los 18 años, casi nadie odia a su hermano lo suficiente como para ser capaz de algo así. Pero no era lo que los demás esperaban lo que le preocupaba, sino la edad, la circunstancias y la forma. Si lo hacía, tenía que parecer un accidente. Como si la puerta se abriera mientras su hermano dormía recargado sobre ella. Pero no era tan sencillo. Todos harían preguntas: ¿No te diste cuenta? ¿Por qué no le ayudaste? ¿No le pusiste el cinturón de seguridad? Todo el tiempo parecía haber sido responsabilidad suya también. Como si hubiera participado en crear al engedro que le arrebataba las noches en ideas que le causaban insomnio -en planes más que en ideas, en realidad-. A cosas así sólo se podía responder con más preguntas, pero no era para tanto. Al menos eso creyó en ese instante.
No lo hizo aquella noche ni en aquél coche y tampoco con aquéllos demonios hirviendo por dentro. Sin embargo, muchas noches imaginó que su hermano resbalaba lentamente por las escaleras, perdiendo el equilibrio y la vida; o que cruzaría la calle sin alguno de sus padres tomando su mano; o que las drogas que tomaba le matarían lentamente.
Esperó desde esa noche. Esperó, esperó y esperó hasta que llegó el momento adecuado. No sabía por qué lo hacía. Ya no era sólo aquélla venganza contra sus padres por haberle quitado atenciones y lujos desde que aquél idiota nació. Porque eso era: un idiota. Babeaba, balbuceaba, gritaba sin razón alguna y no dejaba de molestar con su presencia. Pero ya no era sólo eso. Desde que nació, tuvo que aprender a aparanter. Aunque por largas noches, cuando dormían juntos, le decía llorando a su hermano que lo odiaba, que ojalá no hubiera nacido, que quería que se muriera y dejara de joderle la vida. Algunas veces lo tiró cuando eran más niños. Lo jalaba de los cabellos por toda la casa, sabiendo que una simple disculpa y unas cuantas lágrimas lo callarían ante sus padres.
Ahora, que la vida de su hermano dependía totalmente de él, no dudaba en su decisión. Tantos años guardando su dolor, renunciando a salidas con sus amigos, a videojuegos, a idas al cine o alguna feria, a viajar en avión, a acercarse a sus padres, a poder llevar una maldita vida normal.
Se quedaron en casa esa noche solos. Debía darle las medicinas anticonvulsionantes, pero en cambio le dio una pastilla de menta. Se fueron a dormir y cuando por fin pareció que el mundo entero se derrumbaba por temblores en esa cama, no tuvo más que cargarlo rumbo a la escalera, intentar ponerlo de pie y dejarlo caer.
"Me pareció que iba al baño y cuando escuché, todo ya había pasado", dijo, "estaba dormido y no me di cuenta, qué Dios me perdone por no cuidarlo como debía. Que Dios me perdone."
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